UN
VERANO MUY ESPECIAL.
Me tendí en la arena, estaba
fría aunque la noche era calurosa.
Noche de San Lorenzo. Las
Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo se desplazaban rápidas por el
inmenso y estrellado cielo.
Habíamos decidido, entre el
grupo de amigos, que esa noche queríamos pasarla tumbados en la arena
contemplando el espectáculo anual de la carrera estelar, pronunciando, por cada
estrella que cayese, un deseo, deseo que, como podéis imaginar, era de índole
especialmente amorosa.
-"Luces que os
desplazáis presurosas en espacios siderales de ilusiones, que pueda conseguir
lo que deseo" -murmuré para mí en el silencio de mi corazón. Nos
habíamos tendido sobre la fría arena con los brazos cruzados debajo de la nuca
para ver mejor el inmenso espacio celeste. Gonzalo se tendió a mi lado; no lo
esperaba y mi corazón era una maquina incontrolable y temí que él oyese
los latidos.
"Él" era el chico
más guapo, más alto y más encantador del grupo y me extrañó que, de entre todas
las chicas, escogiese mi compañía.
Mi petición había sido
lanzada al grandioso espacio.
Ingenua, tierna e infantil
petición, propia de una mente de diecisiete años de los de entonces, de los de
mi tiempo, que se había sentido, en cuanto sus ojos se cruzaron con los míos,
fuertemente impresionada por aquel joven.
Él me cogió la mano sin
mirarme. Toda yo temblé y un pellizco en el estómago y un peso como una tabla
sobre el pecho me sobrevinieron. Cerré los ojos y no aparté mi mano de la suya.
Él dijo bajito.
-¿Tienes frío?
Roja como una cereza,
murmuré imperceptiblemente, casi en un susurro.
-No.
Ardía toda yo, pero mi mano,
entre la suya, estaba helada. Extrañas reacciones del cuerpo ante una emoción.
Yo sentía que estábamos
solos los dos en la inmensa playa cuando la realidad era que estábamos rodeados
del resto del grupo. Permanecimos unidas, nuestras manos, mucho tiempo en
silencio, mirando las estrellas errantes. De pronto, giró su cara y me miró
largo rato. Yo no hice el más mínimo movimiento, no fuese a ser que soltase mi
mano, que al calor de la suya había reaccionado y estaba como un polluelo bajo
las alas de su madre. De reojo le vi sonreír y preguntó con suave voz:
-¿Ya has pedido el deseo?
-Sí, y se ha realizado, -contesté atrevida. Él volvió
a sonreír y se alzó de la arena sin soltar mi mano, sacudió con ternura la
arena de mi pelo y dijo:
-Voy a acompañarte: es tarde
y no quiero que te vayas sola.
Callé: no quería hacer
ningún gesto de contrariedad por tener que dejar aquel momento tan sublime para
mí. Nos despedimos del resto de los amigos, comenzamos a caminar y él empezó a
contarme el origen de las Perseidas. Yo avanzaba en silencio a su lado; su
brazo, que rozaba el mío porque mi mano permanecía entre la suya, me llenaba de
rubor.
Yo misma no comprendía esa
tormenta interior que sentía solo de escuchar su voz.... Hacía solo una semana
que le vi por primera vez.
EL PRIMER ENCUENTRO
La familia había "desembarcado" en el pueblo de mis abuelos paternos, como hacíamos todos los años llegado el verano, y yo, hasta ese año que cumplí diecisiete, no conocía a nadie, solamente a una amiga de la infancia que fue la que me presentó al grupo de chicos y chicas que llamábamos "Pandilla", todos ellos simpáticos y alegres, que me acogieron con mucha camaradería y afecto.
Una día que realizábamos una
excursión cuando ya la tarde caía, el sonido de una moto interrumpió el
entusiasmo y comentarios del grupo de los chicos que alegremente hablaba de las
peripecias vividas.
-Es Gonzalo, -dijo
alguien.
El sonido del motor paró y
bajó sonriente un joven de unos pocos años más que los otros, un poco mayor que
el resto de los amigos. Era simpático, alegre y muy guapo (por lo menos, a mí
me lo pareció), e inmediatamente me sentí atraída por él. Me lo presentaron y
observé que no me prestaba una especial atención. Me miró como sin verme y
saludó correcto: no le había causado ninguna impresión. Sentí una punzada en el
pecho sin saber por qué. Todos siguieron comentando los avatares de la
excursión. Habíamos salido temprano dispuestos a ver unas cuevas recientemente
descubiertas de las que nos habían hablado maravillas de su belleza y dificultad
en su recorrido. Se comentó la excursión casi paso a paso, el almuerzo en la
Fuente del Almendro,
las avispas del charco cerca
de la fuente que nos atacaron al chapotear en el charco, y comentaron que una
me había picado a mí y que tuvieron que succionarme en el brazo la picadura
para sacar el veneno.... Y entonces volvió su rostro hacia mí. Me ruborice, no
lo podía evitar y fue cuando me di cuenta de que me descubría. Sus ojos me
miraron de otra forma. No sabría decir cómo fue su mirada, pero era distinta a
la primera vez. Me sonrió y noté que el cielo era más azul, que el monte y su
olor a tomillo, retama, y romero habían expandido su aroma de forma circular,
como un envoltorio a mi alrededor. Oí su voz golpeándome el corazón.
-¿Aún te duele? Tienes un
ligero hinchazón, -dijo mirándome el brazo. –Ven: en la
mochila llevo siempre algo para picaduras de bichos porque soy alérgico a
ellos. Los odio -dijo
apretando la mandíbula. Sacó del maletero de su moto una mochila y extrajo de
ella un pequeño botiquín, una botellita con desinfectante y un apósito
-Permíteme -dijo,
y con mucho tacto y decisión, como si lo hiciese frecuentemente, froto la hinchazón
que había producido la dolorosa picadura. Yo callada como una muerta flotaba en
una amalgama de sensaciones.
-¿No te hecho daño, verdad?
-Ni pizca: no he notado
nada, se te da muy bien, Gonzalo…, te llamas así, ¿no? Estaba mirándolo con cierto
descaro: a mi entender, lo que a cualquier chica le hubiese parecido normal, a
mí me parecía un atrevimiento, así de mojigata era yo. Sonrió, guardó lo
utilizado y volvimos hacia el sitio donde estaban los demás.
Llegada ya la tarde
regresamos hacia el pueblo. No tuvimos más conversación después de la cura. Él
iba delante del grupo con dos amigos y yo con las chicas. Nos despedimos todos
y ya no hubo más.
No lo volví a ver desde ese
día. He de decir que estuve pensando en él de la mañana a la noche toda la semana
con inmenso deseo de que transcurriesen los días, porque no dudaba de que nos
teníamos que volver a encontrar, y así fue.
LAS PERSEIDAS
Estábamos en Agosto. El día
diez es San Lorenzo y la tradición es ir a las playas para ver el espectáculo
tan hermoso del desplazamiento de un sinfín de luminarias que recorren
rápidamente todo el espacio estelar. Había llegado el día.
Tempranito me levanté y al
mirarme en el espejo contemplé mi rostro y me asaltó una duda: ¿sería lo
bastante atractiva para gustarle? Cierta desazón se apodero de mí. Comencé a
mirarme rasgo por rasgo, nariz, pómulos, ojos, barbilla, cejas, boca, hasta
abrí la boca para verme los dientes, una exageración..., pero respiré aliviada:
a pesar de tener la cara lavada sin ningún afeite, pues todavía no me pintaba,
me encontré correcta, podría decir hasta guapa. Una melena larga encuadraba
unos ojos grandes que miraban la vida con una mezcla de ilusión, impaciencia y
temor. El recorrido de la adolescencia a la pubertad es corto y ese paso
de niña a mujer sin ninguna vivencia de amoríos me sorprendió. Sin embargo, era
el despertar de algo bello y perturbador lo que estaba sintiendo. El primer
muchacho, ya un hombre, que causaba en mi todo ese revuelo. Lo estaba
descubriendo y sentía que algo nuevo, no experimentado antes me desazonaba.
Deseaba con toda mi fuerza interior volver a verlo y al tiempo lo temía. ¿Acaso
tenia probabilidad de que él sintiese lo mismo que yo? No había demostrado una
particular deferencia y me vino al momento a la memoria el día de la excursión.
Recordé su mirada que me trasladó a las nubes y su atención al tratarme la
picadura de avispa; pero... (siempre había "peros" en mi cabeza)
desde el día de la excursión no lo había vuelto a ver, y eso que no había
dejado de salir con la "pandilla". Había paseado por el parque con
los amigos y él no apareció. Me aparte el pelo de la frente con un gesto
inconsciente como borrando todos esos pensamientos negativos y me propuse dejar
de pensar.
EN EL CIELO
La tarde estrenaba una brisa suave que en toda la semana no se había dejado sentir, no obstante el calor agobiaba y mi cara estaba rosada como una manzana. Ya estábamos todos reunidos en un "chiringuito" cuando llegó Gonzalo con su moto: ¡fin de mi tranquilidad!, comienzo de mi desasosiego. Ilusión, palpitaciones...
Sentados alrededor de la
mesa, se hablaba sin cesar proyectando la velada. No queríamos perdernos el
espectáculo de la lluvia de estrellas, espectáculo que yo no había visto nunca.
Sin poderlo evitar, levante
la vista y lo miré. Tenía sus ojos puestos en mí. Al mirarlo, los apartó y
siguió conversando con una amiga que estaba sentada a su lado. Yo hice lo
mismo, pero un poco encogido el corazón.
Después de un piscolabis que
sustituía la cena, nos fuimos hasta la misma orilla del mar. Las olas lamían la
arena suavemente dejando un bordado de espuma blanca en cuando se apartaban,
como un beso de despedida. Las estrellas brillaban con más nitidez al destacar
en la oscuridad del cielo. La luna estaba ausente esa noche, quizá por no
quitarles protagonismo puesto que la escena lo requería.
Yo no quise buscar a Gonzalo
con la mirada, no fuese a notar el deseo que experimentaba de tenerlo a
mi lado.
El gozo, el alboroto, la
ilusión que sentía debía escaparse por todos mis poros. De pronto, sin saber cómo
lo había logrado, pues la amiga que estuvo a su lado en la cena no lo dejo sólo
ni un momento, lo vi detrás de mí y en el momento de tumbarnos en la arena se
colocó a mi lado.
Fue maravilloso todo lo que
sentí en el tiempo que estuvimos contemplando las raudas estrellas
persiguiéndose por la espaciosa bóveda. Las risas y bromas sobre las peticiones
se sucedían y fue entonces cuando él me cogió la mano como la cosa más normal y
me pidió si podía acompañarme.
Nos despedimos de todos y
observe sonrisas de complicidad. Caminamos un rato codo con codo, yo callada,
mientras que él no dejó de hablar. De pronto se paró y preguntó:
-¿Nos sentamos un momento
en ese banco?, querría hablar contigo sobre algo que me desazona toda la
semana.
Levanté la mirada
interrogante:
-Claro, ¿qué es?
Nos acomodamos en el banco.
Él miró hacia el frente y, agachando un poco su cabeza, habló con voz contenida
y queda:
-No he querido ser
cobarde y por ello perderte. He intentado convencerme de que no debía precipitarme,
pero ¿por qué pretender que no sucede nada en mi interior si cuando tú
estás conmigo y yo contigo no hacen falta las palabras para saber lo que los
ojos no pueden ocultar?
Calló. Continuaba sin
mirarme, con la cabeza ligeramente inclinada.
-Tengo miedo de que
desaparezcas como una exhalación. He cruzado océanos de tiempo para
encontrarte.
Calló de nuevo y entonces
levantó el rostro y me miró interrogante.
Tenía la cara seria y como
preocupada. Ni un asomo de timidez, al contrario que yo. Decisión y ansiedad
era lo que describía su expresión.
Yo estaba aturdida como si
un huracán hubiese pasado sobre mí. Debía tener tal cara de asombro a la vez
que algo maravilloso en los ojos, que no escondían lo que sentía por él desde
que lo conocí. Él lo descubrió y entonces ocurrió algo que yo no podía
imaginar: lanzó una carcajada y me besó. ¡Un beso en la boca!
Jamás me había besado ningún
chico en la boca. Temblando como una hoja mecida por el viento, sin saber lo
que hacía, le correspondí. Me abrazó y me acurruqué en sus largos brazos que
abarcaban mi cuerpo, deseando que no terminase ese momento, y le oí decir:
-Enamorarme de ti ha sido lo
más rápido que me ha pasado en mi vida.