17 febrero 2020

UN VERANO MUY ESPECIAL (EL PRIMER AMOR)


UN VERANO MUY ESPECIAL.

Me tendí en la arena, estaba fría aunque la noche era calurosa.
Noche de San Lorenzo. Las Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo se desplazaban rápidas por el inmenso y estrellado cielo.
Habíamos decidido, entre el grupo de amigos, que esa noche queríamos pasarla tumbados en la arena contemplando el espectáculo anual de la carrera estelar, pronunciando, por cada estrella que cayese, un deseo, deseo que, como podéis imaginar, era de índole especialmente amorosa. 
-"Luces que os desplazáis presurosas en espacios siderales de ilusiones, que pueda conseguir lo que deseo" -murmuré para mí en el silencio de mi corazón. Nos habíamos tendido sobre la fría arena con los brazos cruzados debajo de la nuca para ver mejor el inmenso espacio celeste. Gonzalo se tendió a mi lado; no lo esperaba y mi corazón era una  maquina incontrolable y temí que él oyese los latidos.
"Él" era el chico más guapo, más alto y más encantador del grupo y me extrañó que, de entre todas las chicas, escogiese mi compañía.
Mi petición había sido lanzada al grandioso espacio.
Ingenua, tierna e infantil petición, propia de una mente de diecisiete años de los de entonces, de los de mi tiempo, que se había sentido, en cuanto sus ojos se cruzaron con los míos, fuertemente impresionada por aquel joven.
Él me cogió la mano sin mirarme. Toda yo temblé y un pellizco en el estómago y un peso como una tabla sobre el pecho me sobrevinieron. Cerré los ojos y no aparté mi mano de la suya.
Él dijo bajito.
-¿Tienes frío?
Roja como una cereza, murmuré imperceptiblemente, casi en un susurro.
-No.
Ardía toda yo, pero mi mano, entre la suya, estaba helada. Extrañas reacciones del cuerpo ante una emoción.
Yo sentía que estábamos solos los dos en la inmensa playa cuando la realidad era que estábamos rodeados del resto del grupo. Permanecimos unidas, nuestras manos, mucho tiempo en silencio, mirando las estrellas errantes. De pronto, giró su cara y me miró largo rato. Yo no hice el más mínimo movimiento, no fuese a ser que soltase mi mano, que al calor de la suya había reaccionado y estaba como un polluelo bajo las alas de su madre. De reojo le vi sonreír y preguntó con suave voz:
-¿Ya has pedido el deseo?
-Sí, y se ha realizado, -contesté atrevida. Él volvió a sonreír y se alzó de la arena sin soltar mi mano, sacudió con ternura la arena de mi pelo y dijo:
-Voy a acompañarte: es tarde y no quiero que te vayas sola.
Callé: no quería hacer ningún gesto de contrariedad por tener que dejar aquel momento tan sublime para mí. Nos despedimos del resto de los amigos, comenzamos a caminar y él empezó a contarme el origen de las Perseidas. Yo avanzaba en silencio a su lado; su brazo, que rozaba el mío porque mi mano permanecía entre la suya, me llenaba de rubor.
Yo misma no comprendía esa tormenta interior que sentía solo de escuchar su voz.... Hacía solo una semana que le vi por primera vez.                         

EL PRIMER ENCUENTRO

La familia había "desembarcado"  en el pueblo de mis abuelos paternos, como  hacíamos todos los años llegado el verano, y yo, hasta ese año que cumplí diecisiete, no conocía a nadie, solamente a una amiga de la infancia que fue la que me presentó al grupo de  chicos y chicas que llamábamos "Pandilla", todos ellos simpáticos y alegres, que me acogieron con mucha camaradería y afecto. 
Una día que realizábamos una excursión cuando ya la tarde caía, el sonido de una moto interrumpió el entusiasmo y comentarios del grupo de los chicos que alegremente hablaba de las peripecias vividas.
-Es Gonzalo, -dijo alguien.
El sonido del motor paró y bajó sonriente un joven de unos pocos años más que los otros, un poco mayor que el resto de los amigos. Era simpático, alegre y muy guapo (por lo menos, a mí me lo pareció), e inmediatamente me sentí atraída por él. Me lo presentaron y observé que no me prestaba una especial atención. Me miró como sin verme y saludó correcto: no le había causado ninguna impresión. Sentí una punzada en el pecho sin saber por qué. Todos siguieron comentando los avatares de la excursión. Habíamos salido temprano dispuestos a ver unas cuevas recientemente descubiertas de las que nos habían hablado maravillas de su belleza y dificultad en su recorrido. Se comentó la excursión casi paso a paso, el almuerzo en la Fuente del Almendro, 
las avispas del charco cerca de la fuente que nos atacaron al chapotear en el charco, y comentaron que una me había picado a mí y que tuvieron que succionarme en el brazo la picadura para sacar el veneno.... Y entonces volvió su rostro hacia mí. Me ruborice, no lo podía evitar y fue cuando me di cuenta de que me descubría. Sus ojos me miraron de otra forma. No sabría decir cómo fue su mirada, pero era distinta a la primera vez. Me sonrió y noté que el cielo era más azul, que el monte y su olor a tomillo, retama, y romero habían expandido su aroma de forma circular, como un envoltorio a mi alrededor. Oí su voz golpeándome el corazón.
-¿Aún te duele? Tienes un ligero hinchazón, -dijo mirándome el brazo. –Ven: en la mochila llevo siempre algo para picaduras de bichos porque soy alérgico a ellos. Los odio -dijo apretando la mandíbula. Sacó del maletero de su moto una mochila y extrajo de ella un pequeño botiquín, una botellita con desinfectante y un apósito 
-Permíteme -dijo, y con mucho tacto y decisión, como si lo hiciese frecuentemente, froto la hinchazón que había producido la dolorosa picadura. Yo callada como una muerta flotaba en una amalgama de sensaciones. 
-¿No te hecho daño, verdad?
-Ni pizca: no he notado nada, se te da muy bien, Gonzalo…, te llamas así, ¿no? Estaba mirándolo con cierto descaro: a mi entender, lo que a cualquier chica le hubiese parecido normal, a mí me parecía un atrevimiento, así de mojigata era yo. Sonrió, guardó lo utilizado y volvimos hacia el sitio donde estaban los demás.
Llegada ya la tarde regresamos hacia el pueblo. No tuvimos más conversación después de la cura. Él iba delante del grupo con dos amigos y yo con las chicas. Nos despedimos todos y ya no hubo más.
No lo volví a ver desde ese día. He de decir que estuve pensando en él de la mañana a la noche toda la semana con inmenso deseo de que transcurriesen los días, porque no dudaba de que nos teníamos que volver a encontrar, y así fue.

LAS  PERSEIDAS

Estábamos en Agosto. El día diez es San Lorenzo y la tradición es ir a las playas para ver el espectáculo tan hermoso del desplazamiento de un sinfín de luminarias que recorren rápidamente todo el espacio estelar. Había llegado el día. 
Tempranito me levanté y al mirarme en el espejo contemplé mi rostro y me asaltó una duda: ¿sería lo bastante atractiva para gustarle? Cierta desazón se apodero de mí. Comencé a mirarme rasgo por rasgo, nariz, pómulos, ojos, barbilla, cejas, boca, hasta abrí la boca para verme los dientes, una exageración..., pero respiré aliviada: a pesar de tener la cara lavada sin ningún afeite, pues todavía no me pintaba, me encontré correcta, podría decir hasta guapa. Una melena larga encuadraba unos ojos grandes que miraban la vida con una mezcla de ilusión, impaciencia y temor.  El recorrido de la adolescencia a la pubertad es corto y ese paso de niña a mujer sin ninguna vivencia de amoríos me sorprendió. Sin embargo, era el despertar de algo bello y perturbador lo que estaba sintiendo. El primer muchacho, ya un hombre, que causaba en mi todo ese revuelo. Lo estaba descubriendo y sentía que algo nuevo, no experimentado antes me desazonaba. Deseaba con toda mi fuerza interior volver a verlo y al tiempo lo temía. ¿Acaso tenia probabilidad de que él sintiese lo mismo que yo? No había demostrado una particular deferencia y me vino al momento a la memoria el día de la excursión. Recordé su mirada que me trasladó a las nubes y su atención al tratarme la picadura de avispa; pero... (siempre había "peros" en mi cabeza) desde el día de la excursión no lo había vuelto a ver, y eso que no había dejado de salir con la "pandilla". Había paseado por el parque con los amigos y él no apareció. Me aparte el pelo de la frente con un gesto inconsciente como borrando todos esos pensamientos negativos y me propuse dejar de pensar.

EN EL CIELO

La tarde estrenaba una brisa suave que en toda la semana no se había dejado sentir, no obstante el calor agobiaba y mi cara estaba rosada como una manzana. Ya estábamos todos reunidos en un "chiringuito" cuando llegó Gonzalo con su moto: ¡fin de mi tranquilidad!, comienzo de mi desasosiego. Ilusión, palpitaciones...
Sentados alrededor de la mesa, se hablaba sin cesar proyectando la velada. No queríamos perdernos el espectáculo de la lluvia de estrellas, espectáculo que yo no había visto nunca.
Sin poderlo evitar, levante la vista y lo miré. Tenía sus ojos puestos en mí. Al mirarlo, los apartó y siguió conversando con una amiga que estaba sentada a su lado. Yo hice lo mismo, pero un poco encogido el corazón.
Después de un piscolabis que sustituía la cena, nos fuimos hasta la misma orilla del mar. Las olas lamían la arena suavemente dejando un bordado de espuma blanca en cuando se apartaban, como un beso de despedida. Las estrellas brillaban con más nitidez al destacar en la oscuridad del cielo. La luna estaba ausente esa noche, quizá por no quitarles protagonismo puesto que la escena lo requería.
Yo no quise buscar a Gonzalo con la mirada, no fuese a notar el deseo que experimentaba  de tenerlo a mi lado. 
El gozo, el alboroto, la ilusión que sentía debía escaparse por todos mis poros. De pronto, sin saber cómo lo había logrado, pues la amiga que estuvo a su lado en la cena no lo dejo sólo ni un momento, lo vi detrás de mí y en el momento de tumbarnos en la arena se colocó a mi lado. 
Fue maravilloso todo lo que sentí en el tiempo que estuvimos contemplando las raudas estrellas persiguiéndose por la espaciosa bóveda. Las risas y bromas sobre las peticiones se sucedían y fue entonces cuando él me cogió la mano como la cosa más normal y me pidió si podía acompañarme.
Nos despedimos de todos y observe sonrisas de complicidad. Caminamos un rato codo con codo, yo callada, mientras que él no dejó de hablar. De pronto se paró y preguntó:
-¿Nos sentamos un momento en ese banco?, querría hablar contigo sobre algo que me desazona toda la semana.
Levanté la mirada interrogante:
-Claro, ¿qué es?
Nos acomodamos en el banco. Él miró hacia el frente y, agachando un poco su cabeza, habló con voz contenida y queda:
-No he querido ser cobarde y por ello perderte. He intentado convencerme de que no debía precipitarme, pero ¿por qué pretender que no sucede nada en mi interior si cuando tú estás conmigo y yo contigo no hacen falta las palabras para saber lo que los ojos no pueden ocultar? 
Calló. Continuaba sin mirarme, con la cabeza ligeramente inclinada.
-Tengo miedo de que desaparezcas como una exhalación. He cruzado océanos de tiempo para encontrarte.
Calló de nuevo y entonces levantó el rostro y me miró interrogante.
Tenía la cara seria y como preocupada. Ni un asomo de timidez, al contrario que yo. Decisión y ansiedad era lo que describía su expresión.
Yo estaba aturdida como si un huracán hubiese pasado sobre mí. Debía tener tal cara de asombro a la vez que algo maravilloso en los ojos, que no escondían lo que sentía por él desde que lo conocí. Él lo descubrió y entonces ocurrió algo que yo no podía imaginar: lanzó una carcajada y me besó. ¡Un beso en la boca!
Jamás me había besado ningún chico en la boca. Temblando como una hoja mecida por el viento, sin saber lo que hacía, le correspondí. Me abrazó y me acurruqué en sus largos brazos que abarcaban mi cuerpo, deseando que no terminase ese momento, y le oí decir:
-Enamorarme de ti ha sido lo más rápido que me ha pasado en mi vida.

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