Las nubes cubrieron todo el día el cielo envolviendo de
niebla y grises el paisaje.
Habíamos formado un círculo alrededor de una
hoguera, no tanto para caldear el ambiente algo húmedo, y fresco,
como para ahuyentar los mosquitos de su pertinaz y fastidiosa insistencia.
Las mujeres de la casa, mi madre, mi abuela, mi tía
Pepita, la chica que faenaba en la casa y yo misma, manteníamos sobre el halda,
un gran puñado de almendras a las que íbamos despojando de sus grises
vestiduras, envoltura blanda y fácilmente extraíble que cubre la corteza dura
de las almendras y que luego se utiliza para avivar el fuego de la chimenea.
Comenzó a lloviznar y nos apresuramos a entrar en la
casa. El carburero iluminó toda la estancia y mi padre atrancó bien el
portón con una gran barra de hierro.
La hora de la cena se acercaba y se avió todo para
comenzar.
De pronto alguien hizo un gesto con el dedo índice sobre
los labios para indicar silencio. Todos callamos y percibimos el sigiloso
sonido de unas pisadas sobre las hojas secas y las cortezas de almendras que
habíamos esparcido por el suelo en el porche de la casa.
Mi padre se levantó con rostro serio y preocupado, y
exclamó:
-¡Quién va!
Silencio fuera y dentro de la casa.
El temor, no tanto a los ladrones, sino a los “maquis”
que merodeaban por aquellas montañas desde el término de la guerra, hambrientos, se reflejaba en nuestras caras.
-¡Diga quién va o disparo!
Mi padre, que no llevaba arma alguna en las manos, sino
un garrote de pastor lleno de barro en la contera, dijo esto con gran seguridad
en la voz y la contundencia y firmeza de la amenaza debió hacer mella en el
ánimo del intruso, que retrocedió sobre sus pasos y se alejó de allí sin decir
ni pío.
Aquel episodio, fue motivo de largas conversaciones al
calor de la lumbre durante el tiempo que duró la recolección y ha quedado en mi
memoria infantil como un hecho emocionante.
El pobre hombre, aterido de frio y hambre, debió llevarse
un susto mayúsculo, sin saber que al otro lado de la puerta estaban otro hombre
y su familia con más miedo que él.
María
Ángeles Morera Serrano