Quizá fuese por los años setenta... todavía conservábamos la casa de Oliva, la casona que fue de nuestros antepasados y que heredamos generación tras generación disfrutándola todas las vacaciones, aunque ya muy mermada la salud del inmueble por la erosión de los siglos (pertenecía al siglo XVIII).
Cierro los ojos y contemplo su gran fachada, con un
enorme portón de diez centímetros de grosor con aldabas de hierro representando
manos lánguidas de mujer. Dos balcones de barandillas rectas y una reja, medio
metro más abajo, del mismo estilo sobrio, solamente adornada por unos macizos y
gruesos rosetones muy propios de la rigidez de la época. Sus paredes
deformadas, curvadas por los años, daban fe del tiempo transcurrido.Traspasando
las puertas, tropezabas con una inmensa cortina semejante a una vela latina que
guardaba la intimidad de la familia. Un espacioso vestíbulo con muebles
antiguos y al fondo una gran puerta con cristales que daba salida a un patio
interior, con una palmera en el centro, varios plátanos de las indias y en una
esquina un pozo coronado por un jazmín azul. También recuerdo el perfume
embriagador del galán de noche. ¡Cuántos sueños, cuantas añoranzas encierran
esos recuerdos!
Desde niños, todas las vacaciones eran esperadas con
verdaderas ansias por mi hermano y por mí, con el afán de disfrutar de la
libertad que nos proporcionaba la estancia en el pueblo.
Teníamos una finca llamada "La Pedrera" de
seiscientas hanegadas, todo monte, con bancales de algarrobos, olivos y
almendros que eran la delicia de juegos inimaginables. nuestras fortalezas
fueron los algarrobos. Sus retorcidos y ásperos troncos no impedían la
ascensión a sus fuertes ramas que soportaban el peso sin que por ello se
resquebrajasen. eran interminables horas de luchas de castillo a
castillo, dejándonos la piel -textualmente- de las rodillas, al bajar por los
arrugados y ásperos troncos.
A "La Pedrera" se llegaba por camino pedregoso
y polvoriento, a lomos de los caballos del capataz de la cuadrilla de
recolectores de algarrobas. nosotros, los niños, íbamos a la grupa del animal y
el resto de la familia a pie. solo distaba del pueblo cuatro kilómetros. Más de
una vez estuvimos a punto de una desastrosa caída por la falta de costumbre y
por el inquieto movimiento de nuestros infantiles cuerpos. el animal se movía
con seguridad, apoyando sus fuertes cascos sobre las brillantes y resbaladizas
piedras del sendero, sintiéndose responsable de la delicada carga que
transportaba.
El perfume de la hierba húmeda por el rocío de la mañana,
permanece en mi recuerdo como algo difícil de olvidar.
El tiempo que duraba la recogida de las algarrobas, solía
ser sobre quince o veinte días, tiempo que transcurría como el vuelo rápido de
un pájaro, privándonos de la libertad incondicional que disfrutábamos allí,
devolviéndonos a la realidad de la monotonía de la vida en el pueblo.
No obstante seguían las vacaciones, por lo tanto no
terminaba con el regreso a la ciudad, el disfrute de sacar agua del pozo, más
los juegos en la "pareteta", las excursiones a la Font de Cayes, las
veladas a la puerta de casa, con el silencio, el fresco de la noche y el
comadreo de las vecinas, que venían a sentarse con mi familia para retrasar la
hora del descanso.
Toda esta evocación, bien merece un poema dedicado a mi
casa:
LA CASA ANTIGUA
La casa dormida, la casa con duende...
Durante el invierno,
envolventes silencios la cubren,
silencios que hablan a quien los comprende;
y algo misterioso,
siempre en torno a ella,
flota en el ambiente.
¡Que sola se encuentra la casa silente!
Contemplando su puerta cerrada
con ansias de ausentes,
y sus rejas de sobria estructura
que se agarran a aquellas paredes
encaladas, que curvan los años,
tan gastadas y en cambio tan fuertes,
no sé qué me pasa,
que de fantasías no forja mi mente.
Del silencio que envuelve la casa
algo se desprende,
e imagino escuchar de un suspiro,
el eco doliente
y risas y llantos,
y hasta se presiente
el susurro de cándidos besos
puestos en la frente.
Vuelan en la noche,
tiernas, sugerentes,
de un piano las cálidas notas
que, tímidamente,
unas manos de suave blancura
pulsan reverentes.
(La casa dormida, la casa con duende).
Me da pena pensar que la casa
durante el invierno tan sola se siente,
y aguarda callada, cual bella durmiente,
la llegada del rubio verano
que espera impaciente,
y al conjuro de risas de niños,
al fin se despierte.
María Ángeles Morera Serrano
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