04 diciembre 2013

El Maqui


           
       
Las nubes cubrieron todo el día el cielo envolviendo de niebla y grises el paisaje.

Habíamos formado un círculo alrededor de una hoguera,  no tanto para caldear el ambiente algo húmedo,  y fresco, como para ahuyentar los mosquitos de su pertinaz y fastidiosa insistencia.

Las mujeres de la casa, mi madre, mi abuela, mi tía Pepita, la chica que faenaba en la casa y yo misma, manteníamos sobre el halda, un gran puñado de almendras a las que íbamos despojando de sus grises vestiduras, envoltura blanda y fácilmente extraíble que cubre la corteza dura de las almendras y que luego se utiliza para avivar el fuego de la chimenea.

Comenzó a lloviznar y nos apresuramos a entrar en la casa. El carburero iluminó toda la estancia y mi padre atrancó bien el portón con una gran barra de hierro.

La hora de la cena se acercaba y se avió todo para comenzar.

De pronto alguien hizo un gesto con el dedo índice sobre los labios para indicar silencio. Todos callamos y percibimos el sigiloso sonido de unas pisadas sobre las hojas secas y las cortezas de almendras que habíamos esparcido por el suelo en el porche de la casa.

Mi padre se levantó con rostro serio y preocupado, y exclamó:

-¡Quién va!

Silencio fuera y dentro de la casa.

El temor, no tanto a los ladrones, sino a los “maquis” que merodeaban por aquellas montañas desde el término de la guerra, hambrientos, se reflejaba en nuestras caras.

-¡Diga quién va o disparo!

Mi padre, que no llevaba arma alguna en las manos, sino un garrote de pastor lleno de barro en la contera, dijo esto con gran seguridad en la voz y la contundencia y firmeza de la amenaza debió hacer mella en el ánimo del intruso, que retrocedió sobre sus pasos y se alejó de allí sin decir ni pío.

Aquel episodio, fue motivo de largas conversaciones al calor de la lumbre durante el tiempo que duró la recolección y ha quedado en mi memoria infantil como un hecho emocionante.

El pobre hombre, aterido de frio y hambre, debió llevarse un susto mayúsculo, sin saber que al otro lado de la puerta estaban otro hombre y su familia con más miedo que él.



María Ángeles Morera Serrano

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