18 julio 2015

Recuerdos



                                            


Mi amiga Conchita tenía un patio en su casa. Este patio era un espacio de unos ocho metros cuadrados, adoquinado y limpio como una patena, vacío, sin macetas ni arriates que pudiesen obstaculizar nuestros juegos.

En la época de bonanza climática, Conchita, Isabel y yo, amigas íntimas desde la más temprana edad, desatábamos nuestra desbordante imaginación, y creábamos un espacio mágico en donde desarrollar nuestras ingenuas aventuras.

Tardes de ensoñación creyéndonos princesas de cuentos de Ándersen con las capas del colegio ceñidas a la cintura. Otras, éramos intrépidas ciclistas emulando a Deanna Durbin en su película más de moda, que montaba en bicicleta con sus compañeras y enamoraba al chico más guapo de la clase, lo que nos hacía desear estar en su piel y, a falta de bicicletas, utilizábamos las sillas de enea de la abuela, montando a horcajadas, con el consabido y lógico dolor de ingles al terminar el juego. Lógicamente no se movían, pero servían perfectamente a nuestro propósito.
Tantos recuerdos, tan sanos e inocentes que serian el hazme reír de los adolescentes actuales, tan adelantados todos.

La posguerra, no tenia para nosotras ninguna connotación de sentimiento trágico, ni positivo ni negativo, era algo que no entendíamos, ni padecíamos, lo que debemos agradecer a nuestros padres que evitaron el trasmitirnos su miedo y su dolor.

Trascurría nuestras vidas con la normalidad propia de la alegre inconsciencia de la poca edad.

Recuerdos, amables recuerdos que no se diluyen con el paso del tiempo y permanecen frescos,  nítidos en la memoria, pugnando por plasmarse en un escrito, para poderlos rescatar de algún modo, cuando se desee.

Recordar es revivir. Vivir cuantas veces te apetezca lo que en un tiempo te hizo feliz.
                                                 
                                                 



                                     


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