17 diciembre 2020

¡Oh Dios!

 ¡Oh Dios!


Oh Dios, que en tu grandeza has descendido

Y a una niña-mujer has impregnado.

Con tu inmenso poder la has preservado

Y su virginidad has mantenido.


“Fiat Me” y el Cielo se enternece.

“Secundum Verbum Tuum”: Él sí es sincero.

Y al misterio se abren los senderos,

Y el Universo entero se estremece.


Dichosa tú, María, que así plena

De un misterio de Amor no comprendido,

Acatando obediente, has admitido

La Voluntad De Dios estando de Él llena.


No te importó la incomprensión: Querías

Tan solo ser de tu Señor la esclava

Llevando un gran Amor en la mirada

Y el “sí” que diste a Dios con Alegría.


María Ángeles Morera.

Navidad 2020.

02 mayo 2020

RECUERDOS DE MI JUVENTUD

La plácida y dulce voz que me subyuga es la voz del recuerdo. Siento Abril como la génesis de un tiempo feliz. Es el mes del perfume de azahar, de la temperatura ideal, del rayo de sol que se posa en tus mejillas como un rubor coloreandolas, es en resumen el mes del amor y en ese contexto se celebra la Semana Santa, semana, para los cristianos, de una importancia capital. Vivencias intensas en las que los corazones laten a ritmo de emociones profundas  y difíciles de entender pero están vivas en mis recuerdos, tan nítidas que parece que fuese ayer cuando las viví.

Miércoles Santo:
Las puertas de las casas permanecían abiertas de par en par, porque iban a ser bendecidas siguiendo la tradición de siglos. El escenario era llamativo, las cancelas de todas las casas de la calle estaban abiertas, lo mejor que podían hacer sus dueñas era acicalarlas; porque a una hora ya prevista pasaba el sacerdote y el acólito para echarles agua bendita con el Hisopo o aspersorio que el monaguillo llevaba en el Acetre, cubito de metal plateado que ofrecía al sacerdote para que metiese el Hisopo rociando con fuertes sacudidas de la muñeca e impregnase de Agua Bendita  la casa y de paso a sus habitantes con el consabido regocijo de la gente menuda. Había la costumbre de dar unas monedas al sacristán o unos huevos como acción de gracias. El buen sacerdote iba con prisas porque tenía que recorrer medio pueblo. Mientras se realizaba el piadoso donativo, un grupo grande de chiquillería cantaba a todo pulmón una canción algo irreverente, que había pasado de generación en generación y que para fastidiar al cura, la cantaban a voz en grito con mucho entusiasmo.

                                Ous así, ous allá
                                bastonaes al Plebá
                                Ous a la "pallisa"
                                "bastonaes" a la tia Perevisa
                                ous al ponedor, "bastonaes" al retor...

Y pasaba el primer día de la Semana Santa mientras que al calorcito del sol del patio se amasaban las "monas" para el día de Pascua. Éstas, el Panquemado, que era el nombre real y mas elegante de la "mona", tenía su ritual. Los ingredientes eran sencillos dentro de una normativa: aceite, agua y la levadura correspondiente en las medidas correctas, dos docenas de huevos y naturalmente, harina. Amasarlas durante bastante tiempo, darles la forma adecuada y ponerlas sobre una tabla de madera  y cubrirlas con una tela gruesa rayada de varios colores, muy típica para esos menesteres, los panquemados, y así pasaban toda la noche hasta al día siguiente que se llevaban al horno. No he podido saber nunca por qué se cuidaban como a un bebé, ni por qué mi mamá las vigilaba toda la noche.

Al siguiente día, Jueves Santo. En aquellos años la Iglesia Católica celebraba con más solemnidad el jueves que el viernes Santo, no sé
cuál fué el motivo del cambio. Desde pequeña he oído esta cuarteta que no querría que cayese en el olvido.

                                Tres días hay en el año
                                que relucen más que el sol.
                                Jueves Santo, Corpus Cristi
                                y el día de la Ascensión.

Así que llegamos al Jueves Santo.
El día era especial porque se hacía un Auto Sacramental que consistía en el lavatorio de los pies recordando el gesto que Jesús tuvo con los doce para indicarles que debían servir y no ser servidos. Luego venía la visita a los Monumentos que en todas las Iglesias se levantaban, a cada cual más bonito y majestuoso, cubierto de flores el Sagrario en el que se guardaba el Sacramento hasta el domingo de Resurrección.  
La visita a los Monumentos era un acto más que religioso, social, y yo diría que totalmente laico. Las señoras sacaban de sus cajas las mantillas, las aireaban por posible olor a naftalina, y las dejaban a punto para emperifollarse por la tarde para visitar los monumentos. En el atrio del templo se ponían mesas petitorias para sufragar el
gasto ocasionado por las abundantes flores y era el peor momento que pasaba la mucha gente cuyos bolsillos estaban paupérrimos después de la  guerra fratricida que se había vivido unos pocos años antes. Si se podía pasar haciendo un rodeo, se evitaba tener que rascarse el bolsillo. Luego a cenar; una cena frugal, que el Viernes Santo era día de abstinencia y también de mucho movimiento y el acostarse pronto entraba dentro de lo habitual, por el cansancio que llevábamos encima después del  recorrido a todas las Iglesias.

Viernes Santo.
Día de silencios, de música sacra en las emisoras de las radios, solo música sacra, ni un espectaculo, ni bares abiertos y las jovencitas nos cuidábamos muy mucho de cantar, con espontaneidad, canciones modernas, porque sin tenerlo prohibido, guardabamos el respeto debido al día de la muerte del Señor. A la hora tercia, (osea, a las tres de la tarde) todas las mujeres con sus "catrets" y los hombres con sus mejores galas, inmediatamente después de comer, se iban a escuchar el sermón de las siete palabras, o "devallament de la creu", como la tradición lo llamaba. Luego en el Púlpito,  no como ahora en el Abón, con un micrófono. El predicador, que solía ser un sacerdote de renombre, con verbo fácil y culto, desarrollaba toda la Pasión con voz atronadora. Había un Cristo en la Iglesia mayor, muy antiguo, que por un mecanismo original se le podían bajar los brazos hasta las rodillas y en el momento en del culmen del ardor, decía en su Homilía el predicador: Quitadle esos clavos, bajadlo de la cruz y ponedlo en brazos de su madre. Ese era el instante en que el sacristán sabia que tenía que sacar una larga escalera y un martillo y comenzaba lo que todos estaban esperado del Auto Sacramental, " El devallament de la creu". El corazón te golpeaba a ritmo del sonido del martillo sacando los clavos de las manos martirizadas y ensangrentadas del crucificado. "¡Pom, pom,pom....!". Luego, poniéndole un lienzo debajo de los brazos, descolgaban a Jesús y bajandolo, lo ponían en brazos de su Madre. A cada golpe, varias lágrima salían de nuestros ojos, imaginando la escena verdadera de la Pasión.

Terminado el oficio del viernes con el sermón de las siete palabras, la gente se apresuraba a regresar a sus casas porque a las diez salían las imágenes de cada Parroquia y se tenía que cenar todavía. La cena era ligera y los pies también, para encontrar el sitio adecuado donde poder ver perfectamente el entierro. Primero iba la guardia pretoriana que custodiaban al crucificado, luego la Dolorosa acompañando al Hijo, rodeada de los encapuchados con túnicas y capuchones negros que acompañan siempre a la imagen y como cosa curiosísima, detrás de la urna que contenía el cuerpo inánime de Jesús, marchaba un grupo que, de tiempo inmemorial, iba siempre en esta procesión, llamados Els caps de ferro. Creo que representaba alguna centuria romana, pero la vestimenta era de lo más estrafalario que se ha visto nunca. El calzón y el jubón (porque todavía existen estos soldados) se asemejan a la guardia suiza Vaticana, con esos colores tan llamativos, pero la cabeza iba cubierta con un casco medieval con celada y todo, como los caballeros de la tabla redonda, los del Rey Arturo, de ahí el nombre Caps de ferro (Cabezas de hierro). Es una nota colorista dentro de la sobriedad de la procesión llamada del entierro.

Pienso y espero que aunque han pasado los años que añoro tanto, no haya cambiado nada de lo que viví con tanta ilusión en mi adolescencia.
 




  
                            




17 febrero 2020

UN VERANO MUY ESPECIAL (EL PRIMER AMOR)


UN VERANO MUY ESPECIAL.

Me tendí en la arena, estaba fría aunque la noche era calurosa.
Noche de San Lorenzo. Las Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo se desplazaban rápidas por el inmenso y estrellado cielo.
Habíamos decidido, entre el grupo de amigos, que esa noche queríamos pasarla tumbados en la arena contemplando el espectáculo anual de la carrera estelar, pronunciando, por cada estrella que cayese, un deseo, deseo que, como podéis imaginar, era de índole especialmente amorosa. 
-"Luces que os desplazáis presurosas en espacios siderales de ilusiones, que pueda conseguir lo que deseo" -murmuré para mí en el silencio de mi corazón. Nos habíamos tendido sobre la fría arena con los brazos cruzados debajo de la nuca para ver mejor el inmenso espacio celeste. Gonzalo se tendió a mi lado; no lo esperaba y mi corazón era una  maquina incontrolable y temí que él oyese los latidos.
"Él" era el chico más guapo, más alto y más encantador del grupo y me extrañó que, de entre todas las chicas, escogiese mi compañía.
Mi petición había sido lanzada al grandioso espacio.
Ingenua, tierna e infantil petición, propia de una mente de diecisiete años de los de entonces, de los de mi tiempo, que se había sentido, en cuanto sus ojos se cruzaron con los míos, fuertemente impresionada por aquel joven.
Él me cogió la mano sin mirarme. Toda yo temblé y un pellizco en el estómago y un peso como una tabla sobre el pecho me sobrevinieron. Cerré los ojos y no aparté mi mano de la suya.
Él dijo bajito.
-¿Tienes frío?
Roja como una cereza, murmuré imperceptiblemente, casi en un susurro.
-No.
Ardía toda yo, pero mi mano, entre la suya, estaba helada. Extrañas reacciones del cuerpo ante una emoción.
Yo sentía que estábamos solos los dos en la inmensa playa cuando la realidad era que estábamos rodeados del resto del grupo. Permanecimos unidas, nuestras manos, mucho tiempo en silencio, mirando las estrellas errantes. De pronto, giró su cara y me miró largo rato. Yo no hice el más mínimo movimiento, no fuese a ser que soltase mi mano, que al calor de la suya había reaccionado y estaba como un polluelo bajo las alas de su madre. De reojo le vi sonreír y preguntó con suave voz:
-¿Ya has pedido el deseo?
-Sí, y se ha realizado, -contesté atrevida. Él volvió a sonreír y se alzó de la arena sin soltar mi mano, sacudió con ternura la arena de mi pelo y dijo:
-Voy a acompañarte: es tarde y no quiero que te vayas sola.
Callé: no quería hacer ningún gesto de contrariedad por tener que dejar aquel momento tan sublime para mí. Nos despedimos del resto de los amigos, comenzamos a caminar y él empezó a contarme el origen de las Perseidas. Yo avanzaba en silencio a su lado; su brazo, que rozaba el mío porque mi mano permanecía entre la suya, me llenaba de rubor.
Yo misma no comprendía esa tormenta interior que sentía solo de escuchar su voz.... Hacía solo una semana que le vi por primera vez.                         

EL PRIMER ENCUENTRO

La familia había "desembarcado"  en el pueblo de mis abuelos paternos, como  hacíamos todos los años llegado el verano, y yo, hasta ese año que cumplí diecisiete, no conocía a nadie, solamente a una amiga de la infancia que fue la que me presentó al grupo de  chicos y chicas que llamábamos "Pandilla", todos ellos simpáticos y alegres, que me acogieron con mucha camaradería y afecto. 
Una día que realizábamos una excursión cuando ya la tarde caía, el sonido de una moto interrumpió el entusiasmo y comentarios del grupo de los chicos que alegremente hablaba de las peripecias vividas.
-Es Gonzalo, -dijo alguien.
El sonido del motor paró y bajó sonriente un joven de unos pocos años más que los otros, un poco mayor que el resto de los amigos. Era simpático, alegre y muy guapo (por lo menos, a mí me lo pareció), e inmediatamente me sentí atraída por él. Me lo presentaron y observé que no me prestaba una especial atención. Me miró como sin verme y saludó correcto: no le había causado ninguna impresión. Sentí una punzada en el pecho sin saber por qué. Todos siguieron comentando los avatares de la excursión. Habíamos salido temprano dispuestos a ver unas cuevas recientemente descubiertas de las que nos habían hablado maravillas de su belleza y dificultad en su recorrido. Se comentó la excursión casi paso a paso, el almuerzo en la Fuente del Almendro, 
las avispas del charco cerca de la fuente que nos atacaron al chapotear en el charco, y comentaron que una me había picado a mí y que tuvieron que succionarme en el brazo la picadura para sacar el veneno.... Y entonces volvió su rostro hacia mí. Me ruborice, no lo podía evitar y fue cuando me di cuenta de que me descubría. Sus ojos me miraron de otra forma. No sabría decir cómo fue su mirada, pero era distinta a la primera vez. Me sonrió y noté que el cielo era más azul, que el monte y su olor a tomillo, retama, y romero habían expandido su aroma de forma circular, como un envoltorio a mi alrededor. Oí su voz golpeándome el corazón.
-¿Aún te duele? Tienes un ligero hinchazón, -dijo mirándome el brazo. –Ven: en la mochila llevo siempre algo para picaduras de bichos porque soy alérgico a ellos. Los odio -dijo apretando la mandíbula. Sacó del maletero de su moto una mochila y extrajo de ella un pequeño botiquín, una botellita con desinfectante y un apósito 
-Permíteme -dijo, y con mucho tacto y decisión, como si lo hiciese frecuentemente, froto la hinchazón que había producido la dolorosa picadura. Yo callada como una muerta flotaba en una amalgama de sensaciones. 
-¿No te hecho daño, verdad?
-Ni pizca: no he notado nada, se te da muy bien, Gonzalo…, te llamas así, ¿no? Estaba mirándolo con cierto descaro: a mi entender, lo que a cualquier chica le hubiese parecido normal, a mí me parecía un atrevimiento, así de mojigata era yo. Sonrió, guardó lo utilizado y volvimos hacia el sitio donde estaban los demás.
Llegada ya la tarde regresamos hacia el pueblo. No tuvimos más conversación después de la cura. Él iba delante del grupo con dos amigos y yo con las chicas. Nos despedimos todos y ya no hubo más.
No lo volví a ver desde ese día. He de decir que estuve pensando en él de la mañana a la noche toda la semana con inmenso deseo de que transcurriesen los días, porque no dudaba de que nos teníamos que volver a encontrar, y así fue.

LAS  PERSEIDAS

Estábamos en Agosto. El día diez es San Lorenzo y la tradición es ir a las playas para ver el espectáculo tan hermoso del desplazamiento de un sinfín de luminarias que recorren rápidamente todo el espacio estelar. Había llegado el día. 
Tempranito me levanté y al mirarme en el espejo contemplé mi rostro y me asaltó una duda: ¿sería lo bastante atractiva para gustarle? Cierta desazón se apodero de mí. Comencé a mirarme rasgo por rasgo, nariz, pómulos, ojos, barbilla, cejas, boca, hasta abrí la boca para verme los dientes, una exageración..., pero respiré aliviada: a pesar de tener la cara lavada sin ningún afeite, pues todavía no me pintaba, me encontré correcta, podría decir hasta guapa. Una melena larga encuadraba unos ojos grandes que miraban la vida con una mezcla de ilusión, impaciencia y temor.  El recorrido de la adolescencia a la pubertad es corto y ese paso de niña a mujer sin ninguna vivencia de amoríos me sorprendió. Sin embargo, era el despertar de algo bello y perturbador lo que estaba sintiendo. El primer muchacho, ya un hombre, que causaba en mi todo ese revuelo. Lo estaba descubriendo y sentía que algo nuevo, no experimentado antes me desazonaba. Deseaba con toda mi fuerza interior volver a verlo y al tiempo lo temía. ¿Acaso tenia probabilidad de que él sintiese lo mismo que yo? No había demostrado una particular deferencia y me vino al momento a la memoria el día de la excursión. Recordé su mirada que me trasladó a las nubes y su atención al tratarme la picadura de avispa; pero... (siempre había "peros" en mi cabeza) desde el día de la excursión no lo había vuelto a ver, y eso que no había dejado de salir con la "pandilla". Había paseado por el parque con los amigos y él no apareció. Me aparte el pelo de la frente con un gesto inconsciente como borrando todos esos pensamientos negativos y me propuse dejar de pensar.

EN EL CIELO

La tarde estrenaba una brisa suave que en toda la semana no se había dejado sentir, no obstante el calor agobiaba y mi cara estaba rosada como una manzana. Ya estábamos todos reunidos en un "chiringuito" cuando llegó Gonzalo con su moto: ¡fin de mi tranquilidad!, comienzo de mi desasosiego. Ilusión, palpitaciones...
Sentados alrededor de la mesa, se hablaba sin cesar proyectando la velada. No queríamos perdernos el espectáculo de la lluvia de estrellas, espectáculo que yo no había visto nunca.
Sin poderlo evitar, levante la vista y lo miré. Tenía sus ojos puestos en mí. Al mirarlo, los apartó y siguió conversando con una amiga que estaba sentada a su lado. Yo hice lo mismo, pero un poco encogido el corazón.
Después de un piscolabis que sustituía la cena, nos fuimos hasta la misma orilla del mar. Las olas lamían la arena suavemente dejando un bordado de espuma blanca en cuando se apartaban, como un beso de despedida. Las estrellas brillaban con más nitidez al destacar en la oscuridad del cielo. La luna estaba ausente esa noche, quizá por no quitarles protagonismo puesto que la escena lo requería.
Yo no quise buscar a Gonzalo con la mirada, no fuese a notar el deseo que experimentaba  de tenerlo a mi lado. 
El gozo, el alboroto, la ilusión que sentía debía escaparse por todos mis poros. De pronto, sin saber cómo lo había logrado, pues la amiga que estuvo a su lado en la cena no lo dejo sólo ni un momento, lo vi detrás de mí y en el momento de tumbarnos en la arena se colocó a mi lado. 
Fue maravilloso todo lo que sentí en el tiempo que estuvimos contemplando las raudas estrellas persiguiéndose por la espaciosa bóveda. Las risas y bromas sobre las peticiones se sucedían y fue entonces cuando él me cogió la mano como la cosa más normal y me pidió si podía acompañarme.
Nos despedimos de todos y observe sonrisas de complicidad. Caminamos un rato codo con codo, yo callada, mientras que él no dejó de hablar. De pronto se paró y preguntó:
-¿Nos sentamos un momento en ese banco?, querría hablar contigo sobre algo que me desazona toda la semana.
Levanté la mirada interrogante:
-Claro, ¿qué es?
Nos acomodamos en el banco. Él miró hacia el frente y, agachando un poco su cabeza, habló con voz contenida y queda:
-No he querido ser cobarde y por ello perderte. He intentado convencerme de que no debía precipitarme, pero ¿por qué pretender que no sucede nada en mi interior si cuando tú estás conmigo y yo contigo no hacen falta las palabras para saber lo que los ojos no pueden ocultar? 
Calló. Continuaba sin mirarme, con la cabeza ligeramente inclinada.
-Tengo miedo de que desaparezcas como una exhalación. He cruzado océanos de tiempo para encontrarte.
Calló de nuevo y entonces levantó el rostro y me miró interrogante.
Tenía la cara seria y como preocupada. Ni un asomo de timidez, al contrario que yo. Decisión y ansiedad era lo que describía su expresión.
Yo estaba aturdida como si un huracán hubiese pasado sobre mí. Debía tener tal cara de asombro a la vez que algo maravilloso en los ojos, que no escondían lo que sentía por él desde que lo conocí. Él lo descubrió y entonces ocurrió algo que yo no podía imaginar: lanzó una carcajada y me besó. ¡Un beso en la boca!
Jamás me había besado ningún chico en la boca. Temblando como una hoja mecida por el viento, sin saber lo que hacía, le correspondí. Me abrazó y me acurruqué en sus largos brazos que abarcaban mi cuerpo, deseando que no terminase ese momento, y le oí decir:
-Enamorarme de ti ha sido lo más rápido que me ha pasado en mi vida.