02 mayo 2020

RECUERDOS DE MI JUVENTUD

La plácida y dulce voz que me subyuga es la voz del recuerdo. Siento Abril como la génesis de un tiempo feliz. Es el mes del perfume de azahar, de la temperatura ideal, del rayo de sol que se posa en tus mejillas como un rubor coloreandolas, es en resumen el mes del amor y en ese contexto se celebra la Semana Santa, semana, para los cristianos, de una importancia capital. Vivencias intensas en las que los corazones laten a ritmo de emociones profundas  y difíciles de entender pero están vivas en mis recuerdos, tan nítidas que parece que fuese ayer cuando las viví.

Miércoles Santo:
Las puertas de las casas permanecían abiertas de par en par, porque iban a ser bendecidas siguiendo la tradición de siglos. El escenario era llamativo, las cancelas de todas las casas de la calle estaban abiertas, lo mejor que podían hacer sus dueñas era acicalarlas; porque a una hora ya prevista pasaba el sacerdote y el acólito para echarles agua bendita con el Hisopo o aspersorio que el monaguillo llevaba en el Acetre, cubito de metal plateado que ofrecía al sacerdote para que metiese el Hisopo rociando con fuertes sacudidas de la muñeca e impregnase de Agua Bendita  la casa y de paso a sus habitantes con el consabido regocijo de la gente menuda. Había la costumbre de dar unas monedas al sacristán o unos huevos como acción de gracias. El buen sacerdote iba con prisas porque tenía que recorrer medio pueblo. Mientras se realizaba el piadoso donativo, un grupo grande de chiquillería cantaba a todo pulmón una canción algo irreverente, que había pasado de generación en generación y que para fastidiar al cura, la cantaban a voz en grito con mucho entusiasmo.

                                Ous así, ous allá
                                bastonaes al Plebá
                                Ous a la "pallisa"
                                "bastonaes" a la tia Perevisa
                                ous al ponedor, "bastonaes" al retor...

Y pasaba el primer día de la Semana Santa mientras que al calorcito del sol del patio se amasaban las "monas" para el día de Pascua. Éstas, el Panquemado, que era el nombre real y mas elegante de la "mona", tenía su ritual. Los ingredientes eran sencillos dentro de una normativa: aceite, agua y la levadura correspondiente en las medidas correctas, dos docenas de huevos y naturalmente, harina. Amasarlas durante bastante tiempo, darles la forma adecuada y ponerlas sobre una tabla de madera  y cubrirlas con una tela gruesa rayada de varios colores, muy típica para esos menesteres, los panquemados, y así pasaban toda la noche hasta al día siguiente que se llevaban al horno. No he podido saber nunca por qué se cuidaban como a un bebé, ni por qué mi mamá las vigilaba toda la noche.

Al siguiente día, Jueves Santo. En aquellos años la Iglesia Católica celebraba con más solemnidad el jueves que el viernes Santo, no sé
cuál fué el motivo del cambio. Desde pequeña he oído esta cuarteta que no querría que cayese en el olvido.

                                Tres días hay en el año
                                que relucen más que el sol.
                                Jueves Santo, Corpus Cristi
                                y el día de la Ascensión.

Así que llegamos al Jueves Santo.
El día era especial porque se hacía un Auto Sacramental que consistía en el lavatorio de los pies recordando el gesto que Jesús tuvo con los doce para indicarles que debían servir y no ser servidos. Luego venía la visita a los Monumentos que en todas las Iglesias se levantaban, a cada cual más bonito y majestuoso, cubierto de flores el Sagrario en el que se guardaba el Sacramento hasta el domingo de Resurrección.  
La visita a los Monumentos era un acto más que religioso, social, y yo diría que totalmente laico. Las señoras sacaban de sus cajas las mantillas, las aireaban por posible olor a naftalina, y las dejaban a punto para emperifollarse por la tarde para visitar los monumentos. En el atrio del templo se ponían mesas petitorias para sufragar el
gasto ocasionado por las abundantes flores y era el peor momento que pasaba la mucha gente cuyos bolsillos estaban paupérrimos después de la  guerra fratricida que se había vivido unos pocos años antes. Si se podía pasar haciendo un rodeo, se evitaba tener que rascarse el bolsillo. Luego a cenar; una cena frugal, que el Viernes Santo era día de abstinencia y también de mucho movimiento y el acostarse pronto entraba dentro de lo habitual, por el cansancio que llevábamos encima después del  recorrido a todas las Iglesias.

Viernes Santo.
Día de silencios, de música sacra en las emisoras de las radios, solo música sacra, ni un espectaculo, ni bares abiertos y las jovencitas nos cuidábamos muy mucho de cantar, con espontaneidad, canciones modernas, porque sin tenerlo prohibido, guardabamos el respeto debido al día de la muerte del Señor. A la hora tercia, (osea, a las tres de la tarde) todas las mujeres con sus "catrets" y los hombres con sus mejores galas, inmediatamente después de comer, se iban a escuchar el sermón de las siete palabras, o "devallament de la creu", como la tradición lo llamaba. Luego en el Púlpito,  no como ahora en el Abón, con un micrófono. El predicador, que solía ser un sacerdote de renombre, con verbo fácil y culto, desarrollaba toda la Pasión con voz atronadora. Había un Cristo en la Iglesia mayor, muy antiguo, que por un mecanismo original se le podían bajar los brazos hasta las rodillas y en el momento en del culmen del ardor, decía en su Homilía el predicador: Quitadle esos clavos, bajadlo de la cruz y ponedlo en brazos de su madre. Ese era el instante en que el sacristán sabia que tenía que sacar una larga escalera y un martillo y comenzaba lo que todos estaban esperado del Auto Sacramental, " El devallament de la creu". El corazón te golpeaba a ritmo del sonido del martillo sacando los clavos de las manos martirizadas y ensangrentadas del crucificado. "¡Pom, pom,pom....!". Luego, poniéndole un lienzo debajo de los brazos, descolgaban a Jesús y bajandolo, lo ponían en brazos de su Madre. A cada golpe, varias lágrima salían de nuestros ojos, imaginando la escena verdadera de la Pasión.

Terminado el oficio del viernes con el sermón de las siete palabras, la gente se apresuraba a regresar a sus casas porque a las diez salían las imágenes de cada Parroquia y se tenía que cenar todavía. La cena era ligera y los pies también, para encontrar el sitio adecuado donde poder ver perfectamente el entierro. Primero iba la guardia pretoriana que custodiaban al crucificado, luego la Dolorosa acompañando al Hijo, rodeada de los encapuchados con túnicas y capuchones negros que acompañan siempre a la imagen y como cosa curiosísima, detrás de la urna que contenía el cuerpo inánime de Jesús, marchaba un grupo que, de tiempo inmemorial, iba siempre en esta procesión, llamados Els caps de ferro. Creo que representaba alguna centuria romana, pero la vestimenta era de lo más estrafalario que se ha visto nunca. El calzón y el jubón (porque todavía existen estos soldados) se asemejan a la guardia suiza Vaticana, con esos colores tan llamativos, pero la cabeza iba cubierta con un casco medieval con celada y todo, como los caballeros de la tabla redonda, los del Rey Arturo, de ahí el nombre Caps de ferro (Cabezas de hierro). Es una nota colorista dentro de la sobriedad de la procesión llamada del entierro.

Pienso y espero que aunque han pasado los años que añoro tanto, no haya cambiado nada de lo que viví con tanta ilusión en mi adolescencia.
 




  
                            




No hay comentarios:

Publicar un comentario